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Los tejedores de nuestros vínculos

Los tejedores de nuestros vínculos

El hombre no teje la trama de su vida,

no es más que una de sus hebras.

Todo lo que hace a la trama,

se lo hace a sí mismo.

Jefe indio Seattle

La manera como cada persona va logrando construir los modos de relación con los cuales se vincula con los otros aparece, ante su mirada, como fruto del trabajo, la responsabilidad y la experiencia personal, como una escultura cincelada por sus propias manos.

Sin embargo, las cosas no son tal como se manifiestan en la superficie. Existen lealtades invisibles, modos de comunicación y elección, afinidades y rechazos que traspasan la esfera de la decisión estrictamente individual y que anclan sus raíces en el universo de lo no personal.

Todo ser humano actúa, en parte, dramatizando un guión que fue escrito aún antes que naciera. Cada cual se mueve dentro de los límites de la acción que ciertos patrones interiores le permiten y estos “patrones” no son el resultado de procesos singulares e independientes sino que están atados a tejidos ancestrales: la constelación familiar y la trama arquetípica inconsciente que lo alimenta y a la cual pertenece.

La ley común que gobierna esta dinámica es doble. Por una parte, lo individual se crea y gesta en lo colectivo y, por otra, la historia personal se forja en el crisol del destino. Así, colectivo y destino, funcionan como los registros que marcan, con su huella, cada uno de nuestros encuentros y desencuentros en la vida.

La estructura familiar interior

La familia a la cual pertenecemos es una comunidad de destino. Abarca no sólo a nuestros padres, abuelos, hermanos y cónyuges sino a todo aquel que, por diferentes vías -sanguíneas, políticas o de cariño- se ha incorporado dentro de su red. Incluye no sólo los vivos sino también a los muertos, a los presentes y a los ausentes, a los aceptados y a los marginados.

Esta comunidad posee una conciencia de grupo que busca, incansablemente, que cada miembro del sistema reciba su “diezmo”, es decir, que no sea olvidado, excluido o mal tratado. Al mismo tiempo, compensa el pasado con el presente ya que toma los deseos y deudas pendientes de las generaciones anteriores y los desplaza a las siguientes para que sean saldados y realizados. Además, ofrece modelos con los cuales la persona puede identificarse y por lo tanto actúa como soporte y espejo para la construcción de su personalidad.

Del mismo modo, los patrones que guían las formas de relación -filial, fraternal o sexual- se encuentran condicionados por la memoria de esta estructura familiar inscripta de un modo inconsciente a la manera de un campo de resonancia morfogenético. La fuerza de esta energía de pertenencia es de tal naturaleza que aún los síntomas pueden ser maneras por las que, una persona, logra mantenerse dentro de la red familiar internalizada que lo reclama como parte del sistema.

Freud avanzó en este terreno al propiciar el incluir el concepto de transferencia con la idea de mostrar como el pasado es eficaz en el presente, como los vínculos actuales pueden ser el revivir de antiguas relaciones, como lo vivido insiste sin desmayo. Otros autores agregaron, mas tarde, a la dimensión personal de este fenómeno la transpersonal y la prepersonal. Pero el hecho substancial permanece, el pasado no saldado no muere, los vínculos pendientes retornan, las relaciones familiares ancestrales son el arado que rotula la tierra donde se siembran las formas posibles en las cuales hoy interactuamos.

La familia es, entonces, un instrumento por el cual el pasado moldea nuestra historia y logra hacerlo gracias, por una parte, a la poderosa fuerza de la necesidad de pertenencia que existe como invariante del espíritu dentro de todos los seres humanos y, por la otra, a la eficaz sintonía de dependencia que queda establecida, con los progenitores, desde los primeros tiempos de vida.

Existir es coexistir

La estructura familiar es el segundo hogar del alma. El primero es el cuerpo y así como éste encarna la posibilidad de la vida, la familia encarna la posibilidad de que el psiquismo exista.

Este hogar, que va funcionar de un modo inconsciente desde la profundidad de cada persona, trasmite a cada quien las leyes fundamentales de pertenencia a las cuales debe ajustarse para ser aceptado y reconocido como parte de un todo.

La primera de ellas es que existir es coexistir. Podemos adentrarnos en el espacio y retroceder en el tiempo pero siempre nos vamos a encontrar con el mismo hecho de que los seres humanos poseen un profundo afán de vincularse. Es que la existencia del hombre no puede concebirse más que en relación, que la naturaleza humana esta organizada en esos términos, que a cada persona se le hacen necesarios los vínculos como parte esencial de su evolución y no como una posibilidad optativa más. La familia representa en este juego el crisol básico donde aprendemos a comunicarnos e interactuar.

Este coexistir es tanto facticidad como libertad, esto es, que por una parte no puede dejarse de coexistir, salvo al precio de la locura o el autismo, y hay que hacerlo a partir de algunas reglas compartidas, pero, por otra, aún así se dispone de un grado de libertad desde el cual se puede construir cierta autonomía de vuelo sobre la propia vida.

En la relación con los padres esto implica que ellos nos dan todo lo que somos, y en cierta medida “somos nuestros padres”, pero también hay algo de distinto y singular en nosotros que nos permite diferenciarnos de ellos.

Los padres son los primeros modelos de identificación, pertenencia y amor. Lo que ellos cargan como herencia afectiva de sus vínculos como hijos, lo trasmiten inconscientemente a sus descendientes y todo lo que ocurre, en el contexto de estas primeras relaciones, es decisivo para la historia posterior. Pero aunque la reiteración transferencial esta presente siempre hay espacio para la creatividad y la independencia.

Existir es coexistir, entonces, a partir de las referencias familiares. La familia constituye el sostén, el pivote de la coexistencia, así como el cuerpo lo es de la vida. Cada uno de nosotros esta dispuesto, aunque no lo sepa, a hacer lo necesario, aún enfermarse, atarse a relaciones destructivas o morir con tal de seguir cobijado entre los pliegues de la red familiar a la cual nuestra alma pertenece. Y esto es así porque la integridad física o psíquica no resiste a la disolución de la identidad familiar, la desconexión del “sitio” al cual se pertenece.

La conexión entre familia, cuerpo y vínculo no es casual porque todas nuestros encuentros y desencuentros se registran en el cuerpo y el cuerpo recuerda, bajo la forma de síntomas, lo que la memoria olvida y la conciencia calla. Y en todo síntoma no solo habla quien lo porta sino, también, sus pares y sus ancestros.

El puente entre familia, vínculos y síntomas son las emociones, de manera que los afectos son la bisagra que une la existencia (el cuerpo) y la coexistencia (vínculos) en una realidad mutuamente interpenetrada que es la “atmósfera emocional” que respira cada grupo familiar y que alimenta a los pulmones de cada persona con el oxígeno de los lazos, mandatos y creencias que atan.

Coexistir es dar y recibir

Si la existencia esta ordenada por la ley de la coexistencia, la coexistencia se funda en el principio de la reciprocidad. Las donaciones reciprocas son un hecho que fundamenta el intercambio en una familia y en el conjunto de la sociedad.

Esta experiencia de “dar y el recibir” genera un equilibrio que no aporta un beneficio tangible en términos comparables al que dramatiza una operación comercial ya que el provecho que logra no es directo ni inherente a lo que se intercambia sino que lo que se da y se recibe son vehículos significantes de realidades de un orden diferente: creencias, deudas, culpas, mitos, afectos…..

Por otra parte este intercambio que se establece en una familia consiste en un complejo mecanismo de procedimientos, conscientes e inconscientes, destinados a lograr seguridad y prevenir riesgos, a fortalecer la pertenencia, resolver rivalidades, pasar de la hostilidad a la alianza, de la angustia a la confianza, del miedo a la protección, saldar deudas pendientes y compensar el sistema familiar cuando este se desequilibra. En suma, a lograr adaptación en un progresivo y continuo proceso de asimilación y acomodación.

El proceso de donación recíproca, que acontece en una familia, opera en dos dimensiones diferentes: la consanguínea y la política. La relación entre padres e hijos esta gobernada por la ley de que sólo se da lo que se recibe, que la filiación y la herencia son un don entregado para garantizar la continuidad y la permanencia. Así, la naturaleza impone que no sólo es necesario tener padres sino también que los hijos son semejantes a los padres. En cambio las relaciones políticas (por ejemplo el matrimonio) se mueven en otro nivel de dar y recibir: se da mas de lo que recibe y se recibe más de lo que se da, no tienen el carácter de forzosidad como el que se advierte entre padres e hijos, sino uno más cercano al azar y a la promesa.

Cada persona se nutre de esta doble vía y de estas dos modalidades del dar y recibir que se resumen en lo que la naturaleza impone y lo que la cultura otorga todo por intermedio del obrar de la familia inconsciente.

Del mismo modo, en la estructura familiar interior, no sólo se recibe y se da entre los vivos y presentes sino también entre los muertos y ausentes. Así, el equilibrio de la reciprocidad permite explicar relaciones, síntomas, creencias, conductas y sueños de un miembro en términos de todo el universo constelar que tiene realidad en su patrón familiar inconsciente (patrones ancestrales) independientemente de su realidad objetiva.

Las relaciones terminan, los vínculos permanecen

Otra ley importante de las relaciones es el hecho de que las relaciones pueden terminar pero los vínculos que se consuman permanecen para siempre. Y entre los vínculos las relaciones padres e hijos son las más permanentes ya que se puede romper una pareja, dejar de tener una amistad, pero no puede abolirse la condición de padre. El mito griego de Hefesto ilustra, magnificamente, este último punto.

Hera y Zeus concibieron un hijo, antes de haberse casado, dominados por una intensa pasión. Este hijo, Hefesto, nació deforme y contrahecho y su madre avergonzada lo arrojó al mar, desde las alturas del Olimpo, donde Tetis lo cuido y crío.

Permaneció escondido durante muchos años pero su talento como artesano era proporcional a su fealdad. Al mismo tiempo que crecía aumentaba en él un fuerte sentimiento de hostilidad hacia su madre Hera. El odio se transformó en deseo de venganza y llevado por este anhelo forjó un hermoso trono de oro que envío de regalo a su madre. Cuando Hera se sentó en el trono unas correas invisibles la atraparon y en vano ella intentaba desasirse. De la misma manera fracasaron otros dioses que hacían esfuerzos para liberarla de una atadura que solo Hefesto podía desatar.

Si bien el mito continúa hasta el casamiento de Hefesto con Afrodita, este segmento es bien paradigmático ya que las correas simbolizan el hecho que jamás se pierde la condición de paternidad o maternidad, que el ser padre es una deuda indestructible que persiste aún tras la muerte.

La dinámica de la transitoriedad de las relaciones y la irrevocabilidad de los vínculos tiene una importancia significativa ya que en nuestra sombra están registradas todas las experiencias personales, prepersonales y transpersonales. Desde este espacio nacen las fuerzas que moldean las maneras que en el presente tiene una persona de relacionarse.

La inmortalidad de los vínculos (arquetípicos, familiares y biográficos) implica, entonces, que el tejido que conforman dentro de nuestra alma funciona como la memoria de lo colectivo en lo individual, de lo familiar en lo personal, como la presencia del ayer en el hoy y como el reservorio de los modelos o patrones de relaciones a imitar. Una memoria que no tiene un sustento en la materia sino que puede aplicarse a la dinámica de su funcionamiento el modelo de los campos morfogénicos de Rupert Sheldrake.

Las relaciones nunca son originales

Otra consecuencia importante del hecho que todas las relaciones humanas están consteladas desde el pasado es que ningún vínculo es “original”, que siempre se trata de efectos transferenciales que reviven antiguos afectos en el presente.

En realidad todas nuestras emociones poseen un marcado carácter histórico y del mismo modo operan los vínculos guiados por la ley de que no es el ver lo que produce la atracción sino, por el contrario, la atracción lo que permite descubrir, en la percepción, al otro. No es, por que te vi te amo, sino que porque te amo te vi.

Esto hace que cada ser humano recorra la vida estableciendo relaciones que cree nuevas y diferentes pero no hace otra cosa que reiterar con caras nuevas viejos patrones afectivos y de elección erótica. A esto suele considerárselo como destino o “lo que me toca” pero se trata de algo mucho más complejo y decisivo que pensar a esta fuerza como una acción exterior mecánica e irresistible. El destino no es algo que solo nos acontece, por el contrario nosotros, también, le acontecemos al destino. A veces, esto trae aparejado un cambio en nuestra historia, las mas, legados para nuestros descendientes. Pero siempre, en todo encuentro entre historia y destino, entre personal y transpersonal, entre conciente e inconsciente, entre símbolo y arquetipo, entre acontecimiento y estructura, nada continua igual en el interior de ambas dimensiones.

Individual y colectivo

Así como existe una historia y un destino individual lo mismo sucede en lo colectivo. Lo colectivo no es una abstracción sino que esta presente en lo individual como algo vivo y cierto. No es necesario buscar lo colectivo en un mas allá, como no es necesario buscar el pasado en un mas allá. Tanto uno como otro están aquí en el presente y en lo individual como fuerzas formativas de la existencia.

En ambas dimensiones existen afectos que no se expresan, que se sofocan y reprimen. En ambas dimensiones lo excluido retorna. Lo hace en lo individual como síntomas, vínculos y sueños y en lo colectivo como ritos, arquetipos y mitos. Es decir, los mitos son los sueños de la humanidad, tanto como los arquetipos sus vínculos y los ritos sus síntomas. Entre una y otra dimensión la estructura familiar opera como el puente que hace entrar lo colectivo en lo individual y lo individual en lo colectivo, el destino en la historia y la historia en el destino.

Destino e historia

La historia personal de nuestras relaciones esta escrita, en parte, por la obra del destino. No hay que entender por destino a una fuerza ciega y determinante sino a una razón que se ha ido enhebrando a lo largo del tiempo como necesidad de la cual sólo es posible escapar cumpliendo con sus leyes. Esto ocurre al punto que un orden que gobierna la historia es que los hombres queriendo huir del destino terminan por cumplirlo, tal como la suerte de Edipo lo demuestra.

En esta dirección otro mito ejemplar es el de Aquiles. Su madre Tetis era una Diosa y su padre un mortal. Tetis deseaba hacer que su hijo fuera como ella y lo baño en la laguna Estigia cuyas aguas encerraban el don de la inmortalidad. Al sumergirlo lo retuvo por el talón que quedo, entonces, como el lugar vulnerable de Aquiles, donde recibió la herida mortal en la guerra de Troya que le causo la muerte. Tetis no pudo engañar al destino y tratando de escapar de él no hace más que realizarlo.

Los griegos identificaban al destino con las Moiras que encarnan una ley a la cual estaban sujetos los mismos dioses. Atropo, Cloto y Láquesis regulaban la vida desde el nacimiento a la muerte y esta regencia estaba simbolizada en un hilo que una hilaba, la otra enrollaba y la tercera cortaba cuando la existencia llegaba al fin.

Así como cada persona es un punto de referencia en el seno de un grupo familiar y sólo puede ser comprendido si es visto como ocupando una posición relativa en el contexto de una estructura más abarcativa que es la que le dota de sentido, toda biografía personal es una narración que se define en el espacio de la red arquetípica del destino. Pero al mismo tiempo es la historia la que da cuerpo y existencia al destino que no subsiste más que encarnado en ella.

La dialéctica de destino e historia, como forjadora de los vínculos humanos, pone de relieve la doble condición humana. Por una parte, la naturaleza coloca al hombre ante el hecho de estar maniatado a sus mandatos y por el otro, la cultura intenta liberarlo de esa tiranía. Los arquetipos representan la naturaleza que quiere subsumirnos en el imperio de lo colectivo y el símbolo, el ansia irrefrenable del hombre de diferenciarse del todo, tendencia que es la base del proceso que conduce a la individuación.

El campo donde esta dramática se escenifica es la estructura familiar, ese espacio construido desde el pasado pero vivo en el presente; que funciona como una energía interior, voz que da sostén tanto a la palabra eficaz del destino como a la de la biografía, y que provee del sentido de continuidad, pertenencia, equilibrio y renovación cíclica que caracteriza a la dinámica dramática, pero no trágica, de la vida.

Dinámica siempre en conflicto, pero a veces, de tal magnitud que provoca dolor y genera síntomas. Entonces, los arraigos que nos detienen al pasado, los vínculos que reiteramos, las creencias que no podemos abandonar, las emociones bloqueadas en el ayer, los fantasmas familiares ancestrales que moran a mi lado, todo eso y mucho más moldea nuestra vida y en muchas ocasionas nos quita libertad y salud. Y allí, en ese punto, podemos recurrir a las esencias florales para hacer de la presencia del pasado un punto de sostén para crecer y no un límite que aprisiona y ahoga.