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Las rosas

Las rosas

Tal vez no haya verso más hermoso para hablar de las rosas que el de Gertrude Stein: «A rose is a rose is a rose», sentencia cuya triple música, lanzada al aire como un juego tautológico, acabó por incorporarse a la ya vasta casuística poética que sobre esa flor existe. Imperecedera, es posible que la suerte de esas palabras no tenga nada que ver con el inglés y mucho con la estructura anafórica de la frase, pues es cierto que dentro de la rosa hay otra y otra y así sucesivamente, razón por la cual y en el segmento persa del Islam ocupó lugar tan destacado, habida cuenta que las técnicas de introspección sufíes suelen ser concéntricas. En árabe ward y wird, rosa y ejercicio(de reflexión)poseen la misma raíz trilíleta, y según cuenta Shah, los cristianos, al adoptar el rosario de los sarracenos tradujeron erróneamente el-wardia, el recitador, el meditador, por «otra palabra, casi la misma en el sonido original, que significaba ‘rosario'».(1) De hecho, el rosario o mala, como se dice en sánscrito, procede la India y ya en el Gita se dice que su hilo es el atma o alma que enhebra todos los mundos y seres. Guénon recuerda que el rosario católico se reza siguiendo un particular ritmo respiratorio y otros autores evocan-para explicar sus efectos-el origen material de este instrumento de meditación: unas bolitas de pétalos machacados a cuyo contacto se desprende el perfume de las rosas de las que proceden.

Dejando de lado las numerologías de los rosarios-sesenta cuentas el cristiano, noventa y nueve el musulmán-todos evocan un retorno al sí mismo y aluden al misterio de la identidad, misterio que, por otra parte, la rosa ejemplifica, entre todas las flores, de manera soberbia, por cuanto señala un espinoso camino cuya culminación es la apertura del alma. En efecto, la rosa es un símil de la psique, de sus inflorescencias y posibilidades aromáticas, de su belleza y secretos. En el nombre sánscrito de la rosa cósmica, triparasundari, la voz sundari derivará en sundara, mujer hermosa, etimología que condice bien con los mitos occidentales que relacionan esa flor con Venus. El alma es, entonces, femenina por inmanente, zona de intersección del Espíritu en el cuerpo. La disposición de sus pétalos y también su fragilidad, amén del contraste que existe entre la rosa y otras flores, privilegió desde el principio el acercamiento de su vida vegetal a nuestro desarrollo anímico. Pero si los persas sembraron campos enormes de rosedales e iluminaron manuscritos y miniaturas de marfil con sus flores, fue la cultura occidental cristiana, de la que hablaremos más abajo, la que llevó la rosa al paroxismo de su valor simbólico.

Los botánicos sostienen que todas nuestras rosas proceden de la Rosa canina o escaramujo, arbusto sarmentoso de hoja caduca perteneciente a la familia de las rosáceas. Dada su ubicua fortaleza, parece obvio que sirvió como matriz de toda esa erizada y dulce belleza que vino después. Una combinación de los genes(2)de un escaramujo, de dos cepas distintas del de rosal almizcleño trepador y del Rosa gallica de perfumados pétalos, de intenso color rosado, había dado lugar a una serie de rosales Damask, Gallica y Alba que produjeron los primeros aromas celestiales. Si fueron los griegos, los egipcios o los romanos quienes manipularon esos injertos, difícil es saberlo, pues el punto culminante de la experiencia humana con rosas no se alcanzará hasta el siglo XVII, época en la que los holandeses, con su habitual pasión y delicadez, cruzando rosas Alba con Damasco de Otoño, obtuvieron la rosa de cien pétalos conocida como Provenza o Rose des peintress. Cuando nuestra cultura botánica creó esta maravilla, llamada Rosa centifolia, la jardinería alcanzó su mayoría de edad y se preparó, en su apartado rosas, para iniciar una expansión extraordinaria.

Así, pues, la transición entre los siglos XVII y XVIII y paralelamente al desarrollo de la Enciclopedia, obra magna del homo taxonomicus, encarna el punto crucial de la historia de los rosales, pues fue a partir de l780, en los días en que los barcos mercantes de la Compañía de Indias regresaban a Europa procedentes de China, cuando las variedades asiáticas y silvestres del rosal trepador de la Rosa chinensis, originario de la garganta Ichang del río Yangtsé, al cruzarse con especies autóctonas prolongaron las ocasiones de floración o, en muchos casos, la situaron en las tres apariciones que aún observamos en algunas de nuestras variedades. Cuatro de esas nuevas introducciones se llaman, aún hoy, y entre los entobotánicos, los «cuatro sementales chinos», pues todas las ramas del cultivo del rosal existentes en 1792, dice Hugh Jonhson, convergen hacia atrás señalando una familia del Rosa chinensis y tres híbridos de éste y del rosal gigante o Rosa gigantea. Debemos a los jardineros chinos, entonces, la resistencia de nuestros rosales y sólo por ése simple hecho deberíamos aplaudir los mestizajes culturales.

En el País del Medio llaman a la rosa méi o méguí. Si pensamos que en méi se dibuja el signo para wang, rey, junto al de chih, que indica una marcha, un progreso, volvemos a toparnos con la idea de la rosa como símbolo de un ascenso de lo inferior a lo superior. Ahora bien, puesto que el rey o wang es aquél capaz de unificar los tres mundos-tierra, hombre y cielo-, la rosa será una suerte de foco de meditación para lograrlo, y eso tanto en Oriente como en Occidente. Se cree que la Rosa alba pasó a indicar el emblema de la Virgen María alrededor del siglo XIII, cuando ya la perfumada sombra pagana que había otorgado visos eróticos a esa flor estaba lo bastante alejada del horizonte moral de la época como para que tan sólo el alma, el alma y no el cuerpo se viese representada en ella. Las cinco llagas de Jesús, en cambio, fueron vistas en la Rosa gallica, y así tenemos ya los dos colores favoritos del culto a las rosas en nuestras culturas: el blanco y el rojo, la luna y el sol, lo femenino y lo masculino, la luz y la sangre. En los parterres de los claustros se cultivaban flores de ambos colores para el culto, y su cromatología era, además, un trasunto de los colores del manto del Maestro: púrpura por fuera y albo por dentro.

En el lenguaje de la Alquimia, las rosas rojas y blancas encarnan el sistema dual de la estructura psíquica, que posteriormente y ya en nuestro siglo Jung llamará anima-animus. Paralelamente, la combinación de la rosa con la cruz nos guía hasta la escuela rosacruz, sociedad esotérica y evangélica que, a partir del Renacimiento, asumirá sobre sí toda la corriente gnóstica que desde Alejandría vivía oculta bajo el barniz y la laca de la cultura oficial. El escudo de Johann Valentin Andrea(1586-1654), cuyos escritos establecieron las bases de la legendaria sociedad, lo conformaba una cruz de San Andrés con cuatro rosas en los ángulos. Otro emblema, muy popular, y allegado a esta orden, hace surgir del centro de la cruz una rosa o bien un corazón. El nexo entre nuestro órgano cordial y la rosa, contigüo al del alma y su desarrollo floral, aparece ya en la tradición hebrea, puesto que vered, rosa, se extiende en vridim, las venas. En efecto: basta hacer un corte transversal al corazón para constatar hasta qué punto la triple túnica compuesta por el miocardio, el epicardio y el endocardio coincide con la teológica trinidad-Padre, Hijo y Espíritu Santo-a la vez que con el concepto chino de wang o rey, y cómo, en esa coincidencia, de cortar también una rosa transversalmente, hallaríamos una fantástica homología estructural.

Los romanos festejaban en la Rosalía(entre mediados de mayo y mediados de julio)a sus muertos, pero también a sus amantes inmortales. Dionisos, dios que muere y renace, demandaba de sus fieles que se coronarán con tiaras de rosas. En el ámbito pagano es la diosa Venus quien más cerca de halla de la rosa. Se cuenta que la rosa es hija del rocío, que nació de una sonrisa de Eros, el Amor, o bien que surgió de un cabello de la Aurora caído a la tierra. Otras historias nos dicen que Cibeles, la Diosa Madre, creo a la rosa para vengarse de Afrodita, pues sólo la belleza de esa flor podía competir con la que exhibía la «nacida-de-la-espuma». Una bella parábola rumana nos cuenta que cierto día una bella princesa se estaba bañando en un arroyo cuando, a su paso por allí, el sol, prendado por la muchacha, se detuvo durante tres días para contemplarla y enviarle calurosos besos. Como Dios se diera cuenta del peligro que corría el mundo si el sol no continuaba su ruta, para remediar la situación transformó a la princesa en rosa y obligó a su hijo el astro diurno seguir su camino. Esa es la razón por la que, aún hoy, las rosas bajan la cabeza y se sonrojan cuando el sol las mira.

Hay quien remite el ródon o la rosa griega a la raíz rodanós, algo sutil, delicado. Cualquiera sea la etimología de su nombre, de uno u otro modo llegamos a los pies de su persistente misterio. Los persas llamaron a esta flor gul y la obra más famosa de Saadí de Shiraz (siglo XII)es una maravilla poética que debe casi todo a las rosaledas o gulistanes de su país. En efecto, su Gulistan o Jardín de las Rosas es una vasta y ambiciosa compilación en verso y en prosa acerca de las peripecias de los hombres y mujeres que-sub rosae-buscan el desarrollo y la elevación de sus corazones. Dijimos ya que los derviches usan la rosa o ward como objeto de contemplación mística o wird. Aquél que, interesado en un despertar intenso de su corazón, quisiera-entre los siglos XIII y XIV-, experimentar un acceso súbito al sí-mismo, podía pasearse libremente por los campos de rosas que en los mejores días de la cultura persa llegaron a exceder los diez o doce kilómetros de largo por cinco de ancho. Tan enormes eran esos espacios florales, que se recorrían a caballo y en su interior acontecía, en los períodos de floración, mucho más de lo que las palabras humanas puedan expresar. Se dice de Abdul-Qadir, el fundador de la orden Qadiri, que su sobrenombre de La Rosa de Bagdad procede de la siguiente anécdota. Eran tantos los maestros místicos en los días en que Abdul-Qadir llegó a la ciudad, que-temiendo la competencia-éstos decidieron enviarle al recién llegado un mensaje que consistía en un recipiente lleno de agua hasta el borde cuyo significado era: «la copa de Bagdad está completamente colmada», a lo que-seguro de sí mismo-el maestro respondió cultivando una rosa en pleno invierno y depositándola luego en el recipiente que le había sido enviado, revelando, de ese modo, sus poderes de taumaturgo. Cuando ese signo llegó a quienes estaban estudiando en las madrasas, todos exclamaron.»Abdul-Qadir es nuestra rosa». Poco después, respetuosos, aquellos que se habían opuesto a su magisterio se apresuraron a despejarle el camino.

En Egipto y en Roma, entre los aristócratas, las rosas acompañaban las fiestas y las comidas. El pintor Alma Tadema ilustró una de éstas reuniones en las que se ve a los comensales literalmente aplastados por una lluvia de pétalos procedentes de las flores que-en invierno- los patricios romanos se hacían traer de Alejandría; y tan obsesiva era la pasión por el perfume y la belleza de esa flor que no en pocos casos se producían muertos por asfixia o furibundos ataques de tos debidos a la alergia que tal cantidad de enervados estambres provocaba. Ese nexo con las bacanales y los círculos de poder fue el motivo por el cual la Iglesia reemplazó a la rosa por el lirio o la azucena en sus altares ,y sólo cuando el eco de las orgías paganas se apagó volvió a mirarla con admiración. En su rechazo del mundo y de la carne, el cristianismo no podía celebrar a una flor que le había dado a la piel humana sus mejores aceites y perfumes. Transcurridos unos siglos, bien entrado el Renacimiento europeo, que por sus tendencias galantes y sensuales redescubre las posibilidades de la rosa, y en uno de sus más famosos sonetos( LIV),Shakespeare escribió:

¡Cuánto más bella la beldad parece

si es virtud la que la adorna encima!

Bella es la rosa, pero más se estima

por ese dulce olor que en ella crece.

En el escarmujo resplandece

igual color que el que a las rosas anima

con el soplo de estío que lo mece.

Sólo en su aspecto la virtud reposa:

nadie lo toma, pasa inadvertido

y muere en sí. No así la dulce rosa,

que aromas da muriendo a la existencia.

Cuando en ti la hermosura se haya ido,

vendrá mi verso a destilar tu esencia.

Heredero del famoso Roman de la Rose que fascinó, de la mano de Guillaume de Lorris y Jean de Meung a todo un siglo, el siglo XIII- época que a la par que recuperar a nuestra flor reivindica a la mujer-, Shakespeare prolongaba en esos versos un culto de corte amoroso y griálico en el que Occidente ya había agrupado sus mejores voces. El Jardín de Amor de la caballería, donde crece la rosa mística y aguarda la mujer ideal, rescata también el valor iniciático del Grial, pues la citada flor, hipóstasis del corazón recordemos, aludía veladamente a la copa que recoge la sangre de Jesús. Un análisis detenido de todos esos símbolos nos permitiría ver hasta qué punto las rosas, al inducir al contemplador a entrar a su propio corazón, lo introducen por simpatía en el Sagrado Corazón del Maestro, que centenares de flores celebran, por otra parte, en el Corpus de junio, justo en el medio de lo que hubiese sido una Rosalía romana.

La Iglesia, que a tantos mitos paganos otorgó su propio sello, al observar que mayo es el mes de las rosas por excelencia, marianizó parte de la Rosalía haciéndola coincidir en muchos casos con la Comunión de las niñas, es decir con la virgindad en flor. Para entonces ya había elevado la rosa del difuso contorno del alma humana al nítido rosetón catedralicio y dejado que, en su momento, Carlomagno las cultivara con devoción cristiana. El 11 de mayo, dies rosae, Roma íntegra veía las procesiones de los fieles que inundaban sus iglesias portando ramos de rosas como antaño los discípulos de Isis-cuenta Apuleyo en El asno de oro-adoraban y hasta comían esas flores en prueba de su compromiso con la diosa, patrona también ella de las mosquetas o damascenas. Resulta aleccionador constatar que mientras el cristianismo es ascético en la comida y barroco en su teología, el paganismo tardío de un Lucius, personaje de Apuleyo, sensual en lo cotidiano y sobrio en sus ideas, lo impulsa a comer una corona de rosas rojas para recuperar su condición humana tras haber sido transformado en asno. No fue ni será la última vez que esta flor actúe como símbolo de iniciación. Es posible que-tanto en Oriente como en Occidente-la rosa nunca deje de sintetizar entre sus pétalos ideas de sensible espiritualidad. Sin embargo, ya dijimos que fue la tradición europea la que elevó esa flor al máximo de su esplendor emblemático. Desde la Alta Edad Media y hasta el siglo pasado existió(3) la Orden de la Rosa Dorada, conferida por el Papa a personas, ciudades o comunidades que se destacaran por su devoción a la Iglesia. Tenemos constancia de que afamados orfebres urdían ramos o pequeños rosales(que, por lo general, no sobrepasaban los cincuenta centímetros de altura)en láminas de dorado esplendor. Tal obsequio poseía un valor intrínseco formidable, pues mientras aludía a la fragilidad de la vida daba, a la par, cuenta de sus valores luminosos, pasibles de ser despertados por el Cristo interior. La entrega advertía a quien recibía tan precioso bien acerca de la inmortalidad del alma o, por lo menos, lo hacía acreedor al don de florecer como una rosa radiante reconociendo en su apertura al Creador de su luz.

Si las rosas no existieran, si el mismo lenguaje del amor no pudiese expresar sus sentimientos, los poetas la hubieran inventado para colmar y calmar los ánimos de nuestra especie. La lista de quienes le consagraron versos es casi tan extensa y variada como los híbridos de la misma rosa que pueblan nuestros jardines. Destaquemos a uno que las amó y cantó con singular maestría, Juan Ramón Jiménez. Refiriéndose al contacto entre dos bocas humanas el poeta anotó:

En aquel beso, tu boca

en mi boca me sembró

el rosal cuyas raíces

se comen el corazón.

Bibliografía

(1)Idries Shah: El camino del sufí, Paidós, Buenos Aires l978.

(2)Rosemary Verey: El jardín aromático, Folio, Barcelona,l984.

(3)R. Richardson: El libro de las rosas, Olañeta editor, Palma de Mallorca l984.